Ven a mi mundo

 

Grandes Personajes

 

 

Julio Verne

 

Federico Ortíz-Moreno *

 

 

Uno de los autores más leidos que haya habido en la humanidad, hombre que con gran visión
se anticipara a todos los tiempos; novelista que en sus libros diera a conocer, a través de sus
relatos historias que apenas están sucediendo. Escritor francés cuyo nombre fue Julio Verne
.

 

 

 

  

Forjador de un mundo moderno

 

No podríamos dejar de mencionar en esta serie de artículos a un hombre cuyas páginas dieron al mundo un concepto acerca de lo que estamos viviendo y nos falta aún por conocer. Un escritor francés que desde su infancia siempre deseó conocer el mundo, y encontró, en las aventuras, el verdadero placer de vivir.

 

Julio Verne ha sido una de las figuras más importantes que ha dado forma a la civilización actual. Años y siglos antes que él, otros hombres habían anticipado remotos acontecimientos culturales y científicos que hoy en nada asombran. Mientras tanto, el mundo que vivimos está aún inconcluso, y muchas de las cosas recontadas faltan todavía por suceder.

 

 

La infancia del novelista

 

Pocos autores en la historia de la literatura universal han estado tan de moda como Julio Verne. Su popularidad fue inmensa y todavía, en nuestros días, causa gran revuelo. Sus libros, cosa curiosa, han tomado nuevo giro: son leídos con mayor interés, y pareciese como sin ellos se quisiese ver algo profético.

 

Pudiéramos decir que nuestro personaje tuvo una infancia normal, aunque bastante soñadora. No era de esos niños que asustara a sus padres, un niño sabio, de pelo relamido, anteojos y frente ancha. Se trataba más bien de un chico de amplios intereses que gustaba soñar, fantasear y vivir la aventura.

 

Hijo nacido dentro de una típica familia provinciana, Julio vio los primeros rayos del sol, en Nantes, el año 1828. Su padre, Pierre Verne, manifestaba en sus principios y en el estilo de vida de su hogar las virtudes propias más características de la burguesía francesa. Abogado distinguido, daba por seguro que Julio sería también un profesionista dedicado a las leyes para más tarde heredar el bufete paterno.

 

Entre sus hábitos destacaba el concepto que hacía en relación al tiempo. Gustaba de distribuirlo en forma efectiva y daba un culto especial a la exactitud. Esto para curarse de los riesgos de la imprevisión, que juzgaba indignos de ciudadanos respetables. Poseía en su quinta de la campiña de Nantes un anteojo de larga vista enfilado permanentemente sobre el reloj de un monasterio para espiar las horas desde que apuntaba el sol hasta que este se retiraba al caer la noche.

 

La vida doméstica se ajustaba a un rito de puntualidad. No eran tolerados minutos de más ni de menos. Todo había que hacerse en el momento preciso. La vida pareciese que fuese confinada a reglas estrictas donde todos marchan de acuerdo al paso de las horas, los minutos y las manecillas del reloj.

 

 

Aquellos horizontes

 

La vida en este ambiente era agobiante para Julio y para Paul, el hermano de Verne. En ese mundo sujeto a los indicadores del reloj y los caprichos de un padre, en seguir reglas absurdas, hacían que los niños fantaseasen y vieran entre sueños anhelos que deseaban alcanzar.

 

El mar alentaba ese deseo de libertad, de evasión, de intento de escape. Ese intenso mar azul, con sus nieblas y sus vientos; esa puerta de escape y de fuga; esos muelles llenos de barcos, que con sus velas invitaban a cruzar el horizonte y hacerse a la mar.

 

En los grabados de revistas, Julio había visto los barcos de Fulton, los globos de Montgolfier y las locomotoras de Stephenson. El mar, la tierra y el aire eran caminos abiertos a todos los exploradores. Julio deseaba ser explorador y muy pronto lo sería.

 

 

La pasión de Julio

 

La pasión del niño era grande. Adentrarse en ese mundo de aventuras que vivía entre sueños le era cada vez atrayente. Sus padres creían ver en el chiquillo a una criatura fácil de domesticar. De ahí a que haya sido un golpe para la familia, especialmente para su padre, cuando un día, a la hora de la comida, Julio no aparecía. En realidad, éste había escapado.

 

Había cumplido Julio los once años, y a la hora de los alimentos, una tarde de verano, como a eso de la una de la tarde, el padre casi pierde la respiración. Los comensales se habían sentado a la mesa, todos estaban en sus sitios, menos Julio. El padre, enojado, pregunta por él, creyendo a su hijo un irresponsable al no estar a tiempo para los sagrados alimentos.

 

Consternada la familia ante el hecho de que por primera vez en la historia de los Verne tuvieran que esperar la sopa, no sabían qué hacer. Tal vez -creían- lo más conveniente sería consultar de nuevo el reloj de la torre, o, en el mejor de los casos, olvidar el asunto y ponerse a comer.

 

Mientras tanto, el padre, enfurruñado, trataba de buscar en su fuero interno un castigo ejemplar para el malcriado muchacho. La madre, por su lado, imploraba al cielo, tratando de buscar respuesta a todo esto. Pasaron las horas, y la inquietud se hizo insostenible; no sabían si algo malo le pudiera haber pasado a Julio o si éste había tomado la loca decisión de, simplemente, marcharse.

 

 

De nuevo a casa

 

La incertidumbre creció, Julio no aparecía. De pronto, todos callaron. Un marinero procedente de los muelles les informó a los padres que el niño Julio había sido visto remando una barca que abordó el Coralia, un navío que zarpaba para las Indias, y que a la mera hora no lo hizo.

 

El aprendiz de explorador había echado mano a su alcancía y había comprado un puesto de grumete (grumete viene de «groom»: criado, en inglés, y significa aprendiz de marinero), trabajo que le serviría para conocer y ganarse la vida. Desgraciadamente para él, el Coralia hizo escala en Paimboeuf y el padre llegó a tiempo para desembarcarle y llevarle de la oreja de nuevo a casa.

 

Ahí, ya en su hogar, hallaría a su madre sumida en llanto. Su padre por su parte le recetaría una buena paliza y un odioso encierro. Además, al pobre Julio lo pondrían a régimen de pan y agua, obligándole prometer a su mamá que nunca jamás se escaparía u ocurriría meterse a explorador.

 

 

Entre el amor y las quimeras

 

Julio siguió sus estudios, resignado a ser abogado y refugiándose, cuando le era posible, en los confines de su imaginación, repletos de aventuras. Una prima suya, de nombre Carolina, una hermosa muchacha coqueta y pizpireta, despierta en su corazón sentimientos nunca antes percibidos.

 

Cuando el joven le pide que sea su novia, la muchacha le dice directamente que prefiere y le gusta más otro muchacho de Nantes. Dolorido y humillado, Julio piensa que ha llegado la hora de alejarse de las sombras de ese puerto, de las quimeras y los sueños no logrados. «Me marcho -anota en su cuaderno- porque nadie quiere nada de mí; pero, ya verán unos y otros de qué madera está hecho este pobre joven que se llama Julio Verne».

 

 

Julio el soñador

 

Julio era un pobre soñador; aunque decir pobre, era decir mucho. En verdad, su padre quería hacer de él un heredero afortunado. Únicamente esperaba que su hijo terminase su carrera de leyes, para cederle el despacho. Sin embargo, esta ilusión se viene abajo cuando el incorregible soñador, con el diploma en su bolsillo, rechaza el porvenir que su padre le ofrece.

 

Ser abogado, en Nantes, era tener una respetable posición; pero a Verne le interesaba o agradaba más la vida libre y fuera de ataduras. Prefería ser pobre y libre en París, que ser acaudalado con ataduras de esclavo. Un esclavo atado a su propio trabajo y carrera.

 

 

Los apuntes

 

La vida de Verne gira en torno a hombres de ciencia, personajes pintorescos, físicos y matemáticos, de quienes aprende algunos datos de ciencia. Gusta oírles y, en base a lo que escucha, empieza a emborronar cuartillas bosquejando héroes imaginarios que ayudan a forjar temas casi novelescos.

 

Las notas se amontonan en sus carpetas e inicia un enorme fichero en que va registrando todo cuanto descubre. Algunas cosas son verdaderas; otras, las inventa. Verne se siente emocionado, añora todo lo que sea progreso. Busca en todas partes, lo técnico y lo científico. Todo lo relativo a viajes le interesa. Empieza a descubrir nuevos mundos y trata de hacerlos suyos.

 

 

De vuelta a casa

 

Verne conoce a mucha gente, muchos de ellos bastante importantes. Sin embargo, no es feliz y decide regresar a casa. Comprende que ha traicionado las esperanzas de su familia y que debe de hacer algo para que le perdonen. En el fondo sigue siendo un sentimental y decide, pues, regresar a Nantes donde logra que sus padres olviden sus rebeldías.

 

Sus padres confían que la sociedad provinciana perdone y regenere al hijo pródigo. Cuentan, para eso, con la ayuda de Laurencia, una encantadora joven de la que parece estar enamorado nuestro personaje. Motivos del destino hacen que en un baile de máscaras algo suceda. Un malentendido o un chiste de mal gusto hacen que ella se sienta ofendida, y el idilio quede roto. Pasado este incidente, Julio, al día siguiente, regresa a París.

 

 

La soledad

 

Verne se siente solo, y la soledad le molesta. Como la mayoría de los grandes hombres, necesita una compañera que le sirva de testigo de sus locas y fantasías. Necesita alguien que lo estimule y le ayude a seguir adelante. No le gusta la vida de soltero.

 

«Estoy hasta la coronilla de mi vida de soltero» -escribe a su madre, en una carta. «Esto le parecerá cómico, mamá, tratándose de su hijo; pero la verdad es que echo de menos la felicidad» -decía en la misiva.

 

Algún tiempo después realizaría un viaje a Amiéns, donde tiene la ocasión de conocer a Honorina de Viana, una joven viuda con dos hijos pequeños. Ambos, Julio y la muchacha, se enamoran. Sin embargo, existía un pequeño problema: Verne no tenía dinero y habría que ver la forma de conseguirlo.

 

Haciendo de tripas corazón, escribe a su padre solicitándole un préstamo de cincuenta mil francos para comprar un empleo de agente de Bolsa en París. Sería la forma de conseguir un empleo y poder casarse. Es así como el autor e intérprete de aventuras de ciencia se convierte en un corredor de bolsa.

 

 

Los manuscritos

 

Corría el año de 1863. Julio Verne frisaba los 35 años. Es por esta época en que conoce a Hetzel, un escritor de fama cuyos libros habían alcanzado mucho éxito bajo el seudónimo de P. J. Stahl. Dicho escritor poseía una casa editorial de bastante renombre a donde muchos acudían en busca de colocar sus libros.

 

Julio había fracasado ya en veinte editoriales cuando se acercó a la calle Jacob, sitio de la casa editora, con un buen número de cuartillas bajo el brazo. Se detuvo indeciso, encogiéndose de hombros y al fin transpuso la puerta. Hetzel le recibió con su vieja sonrisa y pronunció las consabidas palabras: «Déjeme usted el manuscrito y ya le avisaré...»

 

Lo de siempre -pensó Verne-. Dentro de un par de semanas me dirá: «Querido amigo, creo que su obra es bastante buena, pero...» o «Creo que es un buen trabajo; sin embargo, siento decirle que...». No valía la pena perder el tiempo ensayando fórmulas de persuasión contra el editorialista. Simplemente ahí le dejaba el manuscrito y punto.

 

Hetzel se quedó perplejo de que el solicitante daba una vuelta en redondo y, sin soltar su manuscrito se dirigía a la puerta, derribando el protocolo de este género de entrevistas. «¡Eh, joven! Venga aquí. Explíqueme al menos lo que me trae».

Se trataba de un estudio de navegación aérea. Un amigo de Verne, el fotógrafo Nadar, le había proporcionado la idea de construir un globo denominado Le Géant (El Gigante). Allí se describía lo que se podía hacer con aquella nave en el espacio.

 

Hetzel le escuchó interesado, se acarició la barba y decidió que lo mejor sería transformar el estudio en una novela. Quince días después regresaba Verne a la editorial con su obra Cinco Semanas en Globo.

 

 

El éxito

 

No cabe duda que el éxito de la mancuerna Hetzel-Verne fue tremendo. El propietario de la casa editora ofreció al novelista un contrato por veinte años. El autor se comprometía entregar a la empresa dos libros anuales al precio de diez mil francos cada uno.

 

El éxito fue fenomenal. Los volúmenes rojo y oro de la colección Hetzel invadieron Francia y empezaron a conquistar el mundo entero. De pronto Verne se convertiría en el gran amigo de los niños. Todas las naciones lo leerían, desde Francia hasta Rusia, desde Inglaterra hasta Japón, desde España hasta México.

 

A lo largo de cuarenta años escribe 104 libros de aventuras singulares. Pero no sólo le adoran los niños, sino también los adultos. El Zar de Rusia le felicita, el Papa le elogia, muchos otros altos dignatarios, entre ellos Guillermo II le ensalza. Mientras tanto Hetzel, hombre a toda prueba, rompe cinco veces el contrato para rehacerlo sobre bases más justas y remunerativas. Eso sí, sin privarse de censurar los textos y reclamar siempre más vida y amenidad.

 

 

Dinero, mucho dinero

 

El dinero empieza a aparecer por todas partes. Se publica La vuelta al mundo en ochenta días. Algunas compañías de navegación ofrecen a Verne cifras fabulosas a condición de que embarque en navíos de sus propias compañías.

 

El novelista se niega, estupefacto. ¿Para qué quiere él más dinero? Se ha comprado una residencia. Vive bastante bien. Se ha comprado uno que otro velero, lo mismo que adquirido varios yates. Con el mejor de éstos, el Saint-Michel, visita los fiordos de Noruega y cruza el Mediterráneo hasta que sacia su espíritu de explorador y descubre que viajar dentro de una casa (dentro de un barco, se refería), es un verdadero sueño.

 

 

Los viajes y sus libros

 

Son tantos los libros que escribiera Julio Verne que resulta imposible mencionarlos todos aquí. La vuelta al mundo en ochenta días es uno de los más conocidos. En otro más de ellos, Los viajes extraordinarios, elevan por los cielos la fama del autor.

 

En su novela Nautilius nos invita a recorrer junto al capitán Nemo las profundidades del Océano Pacífico y del Océano Atlántico, pasando por el helado casquete del Polo Norte. En este mismo libro, uno de los personajes, Aronnax, utiliza la escafandra, mucho antes que los buzos modernos la conocieran.

 

En Viaje al Centro de la tierra, el profesor Lidenbrock encabeza la lista de los vulcanólogos y espeleólogos que habrían de venir. Más tarde, en 1865, Verne anota: «Se irá a los planetas, se irá a las estrellas como hoy se va tranquilamente de Liverpool a Nueva York, con facilidad y rapidez, y el océano atmosférico será atravesado como los mares de la Luna. La distancia es sólo una palabra».

 

 

Más y más libros

 

El Spútnik estaba ya en el horizonte intelectual de Verne. Habría navegantes espaciales y numerosos observatorios. El batíscafo (aparato para exploraciones a gran profundidad, inventado por Piccard), opera ya como una ventana abierta a los abismos profundos del mar en Veinte mil legua bajo el mar.

 

En los libros de Verne aparece también la bomba atómica; los cohetes se diseñan y disparan desde un lugar parecido a Cabo Cañaveral. Esto, en Alrededor de la Luna. Luego, en otro más de sus libros, Los quinientos millones de la Bégum, salen a relucir los cañones de largo alcance.

 

Los carros modernos de asalto pueden verse en La casa de vapor; el cine sonoro, en El Castillo de los Cárpatos; las ciudades-jardín (aquellos complejos habitacionales ideados por el urbanista Le Corbusier), junto a los artefactos teledirigidos, pueden verse y escucharse ya en La asombrosa aventura de la misión Barsac.

 

En El castillo de los Cárpatos, Mic Deck (un personaje), sufre una horrorosa sacudida al intentar penetrar en la fortaleza: ha tropezado, en 1892, con la futura trinchera de hilos de alta tensión. En Una villa flotante, 1871, define a los majestuosos transatlánticos de 1940. Y antes que aquella famosa perrita Laika viajase en un cohete ruso, Verne hace lo suyo en De la Tierra a la Luna (1865), al colocar una ardilla y un gato en un navío espacial. En esta novela el gato se come a la ardilla en el viaje de regreso.

 

 

La vida parisina

 

Cansado de la vida parisina, en plena gloria y apogeo, Verne añora la provincia, por lo que decide instalarse en Amiéns, la tierra de su esposa. Seguido por su fiel perro Satélite, pasea por la campiña y rebusca en ella nuevas aventuras.

 

Sus vecinos le eligen consejero municipal, y al tomar posesión describe en su discurso lo que ha de ser Amiéns en el año 2000. En un balcón ha emplazado un pequeño telescopio para ver hacia el horizonte infinito en busca de nuevas estrellas. Junto al tintero de la mesa de su despacho hay una brújula temblorosa que pareciese apuntar a todos esos rumbos propios del alma de Julio Verne.

 

 

Los últimos años

 

Su carácter ha cambiado. Tras la muerte de Hetzel pareciese que Verne hubiese trastocado sus sentidos. Pareciese como si hubiera perdido el sabor a la vida. Las visitas de los niños le importunan. Se circula el rumor que su cerebro se le ha secado. Un conocido suyo dice, en cambio, que lo que pasa es aún le quedaban sueños, pero que éstos se habían vuelto más sombríos.

 

Verne había previsto, ya desde hace mucho tiempo, una guerra bacilar, una guerra bacteriológica, una guerra química. Intuía una guerra sistemática, bestial y científica en que ambos bandos están obsesionados por el poder. Ve claramente una guerra en que los proyectiles están cargados con microbios.

 

En La asombrosa aventura de la misión Barsac, unos bandidos edifican la siniestra villa de Blackland y, asesorados por Camaret, un sabio medio loco, organizan científicamente una bola de torturas. En Dueño del mundo, Robur el Conquistador maneja un avión anfibio, que lleva en uno de sus lados el nombre de El Espanto.

 

 

La muerte

 

Fue, también, realmente profundo el pensamiento de Verne. El gran escritor hablaba sobre el señor del mal y de la muerte; decía que su mensaje era horripilante. Esto era, más o menos, lo que decía: La ciencia, la gélida ciencia, dejará muy atrás la moral y los hábitos de coexistencia. «Todo lo que el hombre sea capaz de imaginar, todo será realizado por otros hombres».

 

«Amo la libertad y el mar» -decía. Para él no existía nada que no fuera conquistable, salvo la muerte... Y así fue como sucedió. El 24 de marzo de 1905, este gran novelista, cerraba los ojos para siempre. Sus novelas quedarían como un símbolo del pasado y del futuro, unidos, en uno solo. Hombre de ficción y realidad como fue Julio Verne.

 

 

 

Artículo aparecido en el periódico “El Porvenir” de Monterrey, México, el 3 de diciembre de 1990.

 


 

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