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Grandes Personajes

 

 

Wolfang Amadeus Mozart

 

Federico Ortíz-Moreno *

 

 

Brillante concertista y excelente músico. Niño prodigio que al paso de los años se convirtiera

en un destacado genio de la música. Alegre, locuaz y divertido, sus piezas musicales darían

pronto la vuelta al mundo. Estupendo compositor austriaco que en vida llevara el nombre de

Wolfang Amadeus Mozart.

 

 

 

  

El placer de escuchar música

 

“El vino, la música, las mujeres, los viajes, los paisajes y los sueños” -decía alguien, por ahí, refiriéndose a los principales goces de la vida. Y, en verdad, es cierto; todos estos puntos o aspectos antes citados causan en el individuo una especie de vívida añoranza a lo que es, a lo que fue y a lo que pudiera ser el goce de la vida.

 

Y, claro, uno de estos temas es, indudablemente, la música. Un reflejo del alma, una expresión del individuo mismo que quiere o desea manifestar a través de la música, sus notas, sus letras o acordes aquella inmensa gama de sentimientos que lleva dentro.

 

Hoy estaremos hablando con un hombre de esta medida. Un individuo que con su alegría, locura y melancolía diera en sus obras musicales diera lo mejor de su alma. Un hombre que desde niño mostrara una gran inquietud, muchas veces juguetona, otra veces más allá de lo normal, lo que hoy todos conocemos de él: la magia y la alegría de las serenatas y conciertos de Wolfang Amadeus Mozart.

 

 

El pequeño Mozart

 

Wolfang Amadeus Mozart nació en Salzburgo, Austria, un 27 de enero de 1756. Se trataba de un niño prodigio, tal vez el niño más listo de cuantos hayan existido. Su padre, maestro de capilla en la corte del príncipe-arzobispo de Salzburgo, supo adivinar muy pronto el talento de su hijo y dedicó toda su vida, con tesón incansable, a encauzar la genialidad de este ya pequeño artista. Su padre se llamaba Leopoldo, y su madre María Anna (aunque le llamaban Nannerl).

 

Por otra parte, Mozart, ya desde pequeño, era todo un artista. En 1778, su padre le recordaría esto en una carta: “Cuando estabas sentado al piano o te ocupabas, de cualquier modo, en algo relativo a la música, nade podía acercarse a ti ni tratar de gastarte la más mínima broma...”

 

Luego, en otra parte de la misiva, le decía: “Sí, era tal la gravedad de tu semblante, que muchas personas inteligentes de diversos países se sentían preocupadas, temiendo que tu vida no fuera muy larga a causa de la precocidad de tu talento y tu aire siempre recio y reflexivo”.

 

Lo anterior no significaba que el pequeño Wölferl (como le llamaban a Wolfang) fuera un niño raro. En realidad era un chico bastante sano, un niño normal; un chico pacífico, nervioso y juguetón, como todos los demás. Claro, había algo que le distinguía, y esto era su desmedido amor por la música. Algo anormal o impropio en un niño que apenas tenía cinco años.

 

 

La formación familiar

 

El padre de Mozart comprendió pronto que la formación musical de su hijo necesitaba del contacto con ambientes artísticos más elevados que el de la corte de Salzburgo, por lo que empezó a imaginar proyectos de viajes que le pudieran llevar por toda Europa.

 

 Y gracias a una silla de posta, que había venido a ocupar el lugar del caballo de silla en los viajes de aquel entonces, le fue posible a Leopoldo Mozart llevar a sus dos hijos, María Ana, de diez años, y Wolfang, de seis, ambos pianistas, a hacer un recorrido de tres años y medio por Europa.

 

 

El viaje por Europa

 

El viaje de 1762 a Viena, cuando Wölferl tenía seis años, fue la primera aventura de la serie. Dieron muchos conciertos, dos de ellos en la corte, regresando a su casa cargados de regalos, elogios y satisfacción. En muy pocas cortes de las que visitaron se habían visto tales prodigios. A pesar de ser Leopoldo tan buen padre como buen músico, los chicos se exhibieron algunas veces casi como si fueran osos de circo.  Pero así eran las cosas, no todo se podía.

 

 

Wolfang y María Ana

 

Los dos hermanos Mozart eran excelentes. María Ana era extraordinaria, pero Wolfang (su nombre completo era Johan Chrysostomus Wolfangus Theophilus Mozart -Juan Crisóstomo Wolfang Teófilo Mozart-, pues asía había sido bautizado), era un genio tal como el mundo no volverá a ver quizá. Siendo un chiquitín de cuatro años ya aprendía de memoria piezas sencillas, ejecutándoles en el piano a la perfección; a los cinco, comenzó a componer su propia música; y, a los siete, escribía sonatas para violín con una técnica impecable.

 

Su primera ópera, Mitrídates, Rey del Ponto, escrita a los catorce años, se representó 20 veces en Milán con gran éxito; otras tres obras suyas fueron escritas y puestas en escena cuando su autor no había cumplido o terminado aún su adolescencia.

 

 

La experiencia de los viajes

 

Los viajes diéronle a Amadeus una gran experiencia. Su padre lo sabía; pero lo que no sabía (se había quedado bastante corto), es que el talento de su hijo fuese tanto como para llegar tan lejos. En ese primer viaje a Viena (en 1762), a su regreso, el joven pianista ya andaba interesado y haciendo experimentos con su pequeño violín.

 

Ya es desde este entonces en que el pequeño Mozart insiste en hacer cumplir sus caprichos y, a veces, hasta se enoja y llora a fin de que le dejen tocar el violón mientras su padre y otros músicos hacían lo mismo. Para sorpresa del propio padre y los demás acompañantes, el pequeño Wolfang no sólo podía tocar el segundo violín, sino también el primero.

 

 

Los recuerdos de un gran chico

 

De esta época es un retrato (de autor anónimo), el primero que se conoce de Mozart. Un medio-óleo que muestra al pequeño músico de seis años, regordete, de cara redonda y simpático semblante. Lleva consigo y con gracia los  típicos arreos masculinos de la época: peluca, casaca, chaleco bordado, medias y un diminuto espadín. Luego, con un gesto muy "dieciochesco" apoya una mano en la cintura mientras introduce la otra displicentemente a través de su chaleco desabrochado.

 

El Padre de Mozart, entusiasmado por la cálida y cariñosa acogida que les habían dado a sus pequeños hijos en Viena, tan pronto como llegó a casa empezó a rumiar planes más ambiciosos. Aún no se había cumplido el primer viaje cuando, el 9 de junio de 1763, salían de nuevo; esta vez, con toda la familia, hacia Baviera.

 

Pasarían por Munich, Augsburgo, bajarían por el Rin y llegarían hasta Frankfurt. La gente acudía a presenciar las actuaciones del pequeño prodigio, que actuaba siempre acompañado de Nannerl (María Ana), su hermana, cuatro años mayor que él: una muchachita dotada extraordinariamente, también, para la música.

 

El anuncio del concierto

 

El anuncio del concierto en Frankfurt (Francfort, en español antiguo) llamaba la atención. Los francofurdenses (así se les llama a los habitantes de esta industriosa ciudad) estaban deseosos de poderles escuchar. Todos querían estar presentes en el concierto, sobre todo sabiendo que tal vez sería su última oportunidad.

 

El anuncio decía: “A causa de la admiración general; hoy, día 30 de agosto, se dará un último e irrevocablemente definitivo concierto”. Estas eran las primeras líneas de tal aviso. Luego, el anuncio continuaba: “Durante el mismo, la niña, que tiene once años, y el niño, que cuenta siete, no solamente ejecutarán música al címbalo y al piano, sino que el niño tocará un concierto de violín, acompañará sinfonías a piano, con el teclado completamente cubierto por un paño”.

 

El anuncio decía también que la niña estaría presente, corriendo, a cargo de ella, las más difíciles piezas de los más grandes maestros. Por otra parte, refiriéndose a Wolfang, apuntaba que “además, indicará a distancia y con la mayor exactitud las notas que se toquen, separadas o en acordes, en el piano o en cualesquier instrumento imaginable, como campanas, copas, relojes, etc. Finalmente, improvisará las músicas más difíciles en cualquier tono que se le proponga, no sólo en el piano, sino también en el órgano...”.

 

 

No todo fue alegría

 

Si el iniciar de su vida brilló para él con tanta luz, parte de lo que siguió no fue del todo resplandeciente para este noble genio de la música. La mañana había sido fresca y cálida, pero el mediodía le esperaba con tristezas y crueles desengaños.

 

Todo era para él, ahora, diferente. Sinsabores, malos ratos, empleos mal remunerados, escritura de música a destajo (casi como un simple albañil), y la impartición de clases para ganarse el sustento y la vida. Algo que ensombrecía su vida, pero que le daba, al mismo tiempo, fuerza para vivirla.

 

 

Los otros viajes

 

De pequeño tuvo la oportunidad de viajar, junto a su padre y hermana, por todas partes; conociendo mucha gente y codeándose con lo más selecto de la alta aristocracia. Recorrió Bélgica, ahí sería introducido en los salones de la aristocracia y la burguesía ilustrada. La noche del Año Nuevo de 1764 estaría, junto con su familia, como invitado de la corte. Estaría al lado de la reina María Leczinska, consorte del rey Luis XV.

 

En París se imprimieron las primeras sonatas de Wolfang, que muestran cómo el pequeño empezaba a asimilar muy bien el mundo musical que le rodeaba. Conocería, también, el mundo de la música italiana, sus triunfos en París, sus conversaciones y amistades con músicos alemanes; todo esto, en parte, llenaban la vida del joven Mozart.

 

Su estancia en la capital francesa, satisfactoria incluso desde el punto de vista monetario, se vio empañada, en febrero de 1764, por una enfermedad que aquejó por ese entonces al joven músico (un niño, más bien; pues apenas si rebasaba los ocho años), cuya salud empezaba a resentir el cansancio de los viajes y de la agitación de una vida no demasiado adecuada para un niño, por más genio que fuera.

 

En julio de este mismo año llegan a Inglaterra, donde permanecen hasta julio del siguiente año. Durante esta larga estancia, Leopoldo, su padre, no puede mantener la atención del público pendiente de sus dos retoños. El último concierto tiene que ser aplazado dos veces y, al final, tiene que celebrarse ante un auditorio sumamente reducido.

 

 

Su estancia en Inglaterra

 

En Londres, la música de Mozart recibiría una aportación muy valiosa a través de la influencia de Christian Bach, uno de los tres hijos del gran maestro Juan Sebastián Bach. Ahí tendría la oportunidad de conocer otros estilos, mezclas de acordes y sentimientos italianos y alemanes. Adoptaría, entonces, el gusto por lo ligero y lo gracioso, haciéndose adicto, en parte, a las cuidadísimas representaciones de ópera italiana que por aquel tiempo se dejaba ver en Londres.

 

Luego de este largo viaje, jaloneado por enfermedades tanto de él como de su hermana, desatarían en Wolfang una fiebre creadora, la cual ya no le abandonaría. Empezaba a surgir en él una nueva enfermedad: la locura personal y la locura por la música.

 

 

Un fecundo genio

 

Vivió Mozart casi treinta y seis años. Y si bien parte de su vida tuvo contratiempos, fue, en verdad, un fecundo genio que dejó al mundo una riqueza incomparable de composiciones de todos géneros y tipos: desde sonatas hasta misas, desde cuartetos hasta sinfonías, desde música ligera, alegre o barroca, hasta piezas operísticas.

 

Casóse con Constanza Weber. Fue feliz en su matrimonio, mas no por eso dejó de vivir en constantes apuros económicos. Su esposa administraba las escasas entradas con más descuido que él. Un amigo los encontró una vez bailando para calentarse, pues carecían de dinero para comprar carbón y echárselo a la estufa.

 

 

Los apuros de los Mozart

 

Casado, era más difícil salvarse. Tenía que mantener a su mujer y, ésta, realmente le ayudaba. Aunque poco entendía de economía doméstica, Constanza ayudó muchas veces a su marido a salir en más de un apuro en el cumplimiento de un encargo.

 

Se cuenta una anécdota que habla de cómo escribió Mozart la obertura de la obra Don Giovanni, la noche anterior al estreno de la ópera: mientras garrapateaba las notas (que ya debían haber estado en su imaginación desde mucho antes), Constanza lo mantenía despierto dándole traguitos de ponche y contándole fabulosas historias, como cuentos, historietas o leyendas.

 

Al amanecer, la partitura ya estaba terminada; esa misma tarde se tocaría a primera vista y sin ensayo. Mozart había cumplido con lo prometido. Sudor, frío y cansancio le había costado; su esposa le había ayudado. La tarea estaba realizada y ambos, felices y contentos se estrechaban entre los brazos.

 

 

Sobre cómo trabajaba

 

Nuestro personaje tenía su propia forma de ser. Tal vez no muy diferente a la de muchos de nosotros. Se dice que éste trabajaba mejor cuando se veía apurado. Cierta ocasión, una cantante, una "equis" prima donna, a quien llamaban la Duschek, lo tuvo encerrado en su casa hasta que terminó una aria que le había prometido. Mozart, en venganza, escribió una aria sumamente difícil de cantar.

 

Así era Mozart. Un genio muy perspicaz y elocuente. Pícaro y agudo. Chistoso, sagaz y a veces hiriente; pero después de todo, un verdadero genio de la composición. Su esposa decía que su marido escribía música como otros escriben cartas: una vez pensada, la pasaba pulcramente al papel, casi sin corrección alguna.

 

Y, en verdad era curioso verlo. Con sólo mirarlo se daba uno cuenta de que raras veces la música se ausentaba de aquel cerebro, pues siempre estaba golpeando suavemente con los dedos sobre algún mueble, o la cubierta de su reloj, como quien marca el compás de una melodía que él solo pudiera oír.

 

 

Lo que le gustaba

 

Mozart era una persona de carácter alegre y revoltoso. Algunos decían que estaba medio loco. Le gustaba mucho el billar y durante largo tiempo tuvo una mesa en su propia casa, en la cual jugaba con su esposa Constanza y, a veces, solo.

 

El lento y suave rodar de las bolas de marfil y el golpe seco del taco provocando el crispido impacto de carambolas parecían sugerirle movimientos musicales y hasta inspirarle, a veces, nuevas melodías. Tarareaba mientras jugaba y suspendía el juego de vez en cuando para apuntar alguna idea en la libreta que siempre tenía sobre las bandas de la mesa.

 

Le agradaban los trajes bordados y las joyas; le encantaban los juegos de salón, le gustaba bailar, hacer coplas de ciego e ir a los bailes de máscaras. Le gustaba hacer chistes -dicen que algunos bastante subidos de color-, reía a grandes carcajadas y, en pocas palabras, se reía de todos y hasta de sí mismo.

 

 

Su otro yo

 

La vida de Wolfang Amadeus Mozart tuvo muchos estilos, modas y peculiaridades. Su música deja oír toda aquella alegría festiva, pero también la ilusoria alegría de las máscaras que encubren aprensiones y penas. Mozart tenía su estilo, y ese estilo estaba dado, por supuesto, en gran parte, por todas aquellas vivencias que había hasta ese momento experimentado.

 

Estando su padre moribundo, Mozart le escribió así: “Como la muerte es la verdadera meta y fin de nuestra vida, hace cosa de un año que vengo familiarizándome con esta fiel y buena amiga de la humanidad, tanto que su imagen ya no me aterra, antes bien, me tranquiliza y me conforta”.

 

Cuatro años después moriría él, a los 35 años de edad. Muere en Viena, la madrugada del 5 de diciembre de 1791, estando ya casi por cumplir los 36 (le faltaban unas siete semanas para llegar a ellos). Su salud había sido minada por las constantes preocupaciones y la lucha perpetua a la que se enfrentaba.

 

Su ópera fantástica y misteriosa, La Flauta Mágica, había tenido un enorme y asombroso éxito pocos meses antes de su deceso. Pero él, seguía viviendo la música. Mientras yacía en su lecho de muerte seguía con la imaginación su representación distante, escena por escena, con el reloj en la mano.

 

 

¡Y dieron las doce!

 

La hora llegó. Constanza, su esposa, agobiada por la aflicción, no pudo asistir al funeral. Los pocos amigos que formaban el cortejo regresaron antes de llegar al cementerio a causa de una súbita tormenta que se había desencadenado en el camino. El único ser querido que le vio entrar a la fosa (¡una fosa común...!), fue su perro...

 

El verano de 1788 fue uno de los más obscuros para Mozart. Se hallaba abrumado de deudas, Constanza estaba enferma y, en los últimos días de junio, su pequeña hija, Teresa, había encontrado la "verdadera meta y fin" de su corta vida. No obstante, fue en aquel verano cuando este extraordinario maestro de la música compusiera sus tres últimas y más grandes sinfonías; una de ellas, la más conocida: la Sinfonía No. 40.

 

Antes, ya había recorrido innumerables países, entre ellos: Italia, Francia, Austria, Alemania, Checoslovaquia, Polonia y Hungría. Su nombre había ingresado al mundo de los grandes compositores. Ese alguien había sido Wolfang Amadeus Mozart.

 

 

Artículo aparecido en el periódico “El Porvenir” de Monterrey, México, el 9 de julio de 1990.

 


 

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