Ven a mi mundo

 

Grandes Personajes

 

 

Samuel Morse

 

Federico Ortíz-Moreno *

 

 

Hombre de ciencia e imaginación. Artista e inventor. Fundador de la Academia Nacional de Dibujo
en los Estados Unidos y creador de numerosas obras de arte. Artífice y creador de uno de los inventos
más útiles con los que ha contado la humanidad: el telégrafo. Me refiero a Samuel Morse.

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 El arte y la ciencia

 

Si alguien creyese que el arte y la ciencia pudieran estar reñidos, esto no es mas que una fantasía. No pongo en tela de duda que muchas veces se nos quiera hacer ver con aire «científico» lo que sólo con intuición, amor o inspiración se puede sentir. Por otro lado, pudiera haber personas que gusten combinar el aspecto científico y de investigación con el arte. Tal era el caso de Samuel Morse.

 

Llamado por algunos seguidores como el «Leonardo da Vinci de los Estados Unidos de Norteamérica», Morse fue, en efecto, un gran artista. También fue un gran inventor, De ahí a que se le compare con Da Vinci, por aquello de los múltiples inventos y diseños a los que el gran Leonardo fue muy afecto.

Para Morse la ciencia y el arte no eran rivales. Gustaba de lo uno y de lo otro. Su gusto era la pintura; su afición eran las ciencias: el estudio, el hallar nuevas cosas, el llegar a nuevos conocimientos, el conseguir nuevas cosas y el lograr nuevos inventos.

 

 

Morse el inventor

 

Morse fue un gran inventor. El telégrafo, producto de su imaginación y su paciencia, ha sido indudablemente uno de los inventos más plausibles y fundamentales del siglo XIX, y el cual sigue hoy prestando grandes beneficios.

Producto de nuestro tiempo (al menos de tiempos recientes, pues su invención data del siglo pasado), el telégrafo ha sido para nosotros lazo de comunicación entre los pueblos. Un aparato, un sistema que nos ha acercado y nos ha permitido estar en contacto con aquellos que queremos.

 

¿Quién no ha enviado alguna vez un telegrama...? ¿Quién no ha intentado alguna vez comunicarse con algún ser querido al otro lado del océano y no pudiendo hacer uso del teléfono o del correo, decide enviar un mensaje telegráfico? Lo que hoy hacemos a través del teléfono, del télex o el telefax, anteriormente y todavía, en nuestros días, se hacía y se sigue haciendo a través de la sencillez de este increíble invento que es el telégrafo.

 

 

Samuel Finley Morse

 

Hijo de un pastor protestante de ideas sumamente conservadoras, Samuel Finley Morse manifestó muy pronto su carácter independiente y su gusto e inclinación por las actividades artísticas. Su padre, teólogo de cierto relieve, e interesado por la geografía, trató de dar a su hijo una educación esmerada.

 

Morse nació en el poblado de Charlestown, Massacusetts, en los Estados Unidos. Y aunque nació a corta distancia de la Universidad de Harvard, que en aquélla época había adquirido ya cierta reputación de radicalismo e innovación que asustaban a su padre (que era antiliberal); a los catorce años pasó a la Universidad de Yale, que se mantenía todavía fiel a las costumbres y ortodoxia puritana y calvinista.

 

 

Problemas y enfrentamientos

 

En Yale, el joven estudiante empezó a provocar la ira y casi desesperación total de sus padres y profesores al tratar sus estudios con tal pereza e indolencia que parecían incurables. Poco después, sin embargo, Morse empezó a interesarse por un tema para él sumamente interesante, exótico y misterioso: la electricidad.

 

A base de las primitivas pilas eléctricas de Volta y Cruishank, sus profesores ejecutaban experimentos y «trucos» que causaban la admiración del joven estudiante. Pero aquellos experimentos torpes y mal dirigidos sembraban en Morse la semilla de un quehacer científico: la búsqueda de la solución y el acercamiento a la verdad.

 

 

El gusto por la pintura y el dibujo

 

Y si bien, por una parte, le interesaba el tema de la electricidad, por otro lado también le agradaba mucho el tema de la pintura y del dibujo a lápiz. Desde muy niño había dibujado; su inclinación por el arte resultaba, pues, irresistible.

 

Empezó a dibujar retratos de sus compañeros por los que les cobraba dinero. Y de cierto modo, Samuel era bastante listo: cobraba un dólar por un retrato a lápiz y cinco por una miniatura sobre marfil. Era una forma de ganarse la vida y un modo de hacer valer sus derechos como incipiente pintor y dibujante.

 

 

Su carrera artística

 

Al terminar sus estudios tomó repentinamente, y con gran indignación de sus padres, la decisión de seguir la carrera artística para la cual creía más inclinado su talento. Entusiasta admirador de un pintor inglés (de nombre Washington Allston), Morse pidió permiso a sus padres para seguirle.

 

Sus padres se opusieron. El joven Morse no tuvo más remedio que quedarse en casa. Su viaje a Inglaterra se había esfumado entre pinceles y bocetos. Aceptó luego, caso obligado por su padre, a tomar un empleo de dependiente en la tienda de uno de los editores de Boston.

 

Allí trabajó unos cuantos meses, melancólico y abatido. Más tarde, sus padres, al verle tan triste y abatido, con una salud cada vez más debilitada, decidieron darle permiso para que acompañase a Inglaterra a su maestro, cuyo viaje se había retrasado.

 

 

El viaje a Inglaterra

 

El viaje a Inglaterra se efectuó en 1811, permaneciendo Morse cerca de cuatro años en Londres y Bristol. Fueron años de gusto y de placer. Vida de artista y vida de bohemio. Ahí, sumergido en un torbellino de actividades: estudios académicos; febril esfuerzo por terminar a tiempo numerosos retratos que le encargaban; amables veladas pasadas con los amigos fumando habanos, bebiendo vino de Madera y tocando el piano: vida de artista, vida de un soñador empedernido.

 

En 1815 regresaría a su patria. Llegaría a Nueva Inglaterra todo cargado de sueños y esperanzas. Llegaba con un sólido bagaje artístico. En Inglaterra se había distinguido y había aprendido todos los trucos del oficio; había ganado una medalla de oro en un concurso artístico de escultura y contaba con amigos, admiradores y mecenas; pero, la realidad era otra. Muy pronto se toparía con nuevas sorpresas.

 

 

De vuelta a su mundo

 

Volvía a Estados Unidos que, después de todo, era su patria. Había llegado el momento de independizarse. Su padre le había enviado una pensión durante los años de estudio en Inglaterra y algo le había sobrado. El joven Morse decide establecerse por su cuenta en los Estados Unidos. Pero cuál no sería su sorpresa que, después de celebrar una exposición de sus últimos cuadros, la gente no respondía.

 

El ambiente artístico de Nueva Inglaterra era todavía demasiado raquítico para que un joven pintor pudiera abrirse paso rápidamente. Sin embargo, Morse no se da por vencido y reacciona con decisión. En primer lugar, abandona los grandes cuadros históricos (aquellos que le habían atraído tanto en Inglaterra), para dedicarse a cuadros de dimensiones más modestas (especialmente retratos), y que resultaban más fáciles de colocar.

 

 

Un pintor enamorado

 

Poco tiempo después el joven Morse se enamora de Lucrecia Pickering Walker con la cual se casa. Su belleza y sencillez de trato habían atraído su atención. La pareja hace numerosos viajes y residen un tiempo en el sur, en Charleston. De ahí emprenderían otros tantos viajes: él pintando y ella acompañándole.

 

Poco a poco el talento de Morse iba abriéndose paso. Como pintor y retratista -decían- era excelente. Y si bien, por una parte, el público en general se mostraba reacio; por otro lado, no eran muchos los rivales que le disputaban un lugar de importancia en el arte de aquellos años.

 

Sus cuadros empezaban a valer cada vez más. Altas personalidades de la política del país y del extranjero solicitaban sus cuadros. Incluso pedían que se les pintase. En 1825, como ejemplo de estos casos, podemos apreciar un retrato del marqués de La Fayette, héroe de la independencia de los Estados Unidos y terror de los tiranos.

 

 

Representante de los artistas

 

Cabe aclarar que el cuadro de la Fayette había quedado interrumpido debido a la triste noticia que le llegaba de New Heaven, sobre la muerte de su esposa. Es entonces que Samuel abandona Washington; y, puesto que no deseaba regresar a New Heaven, ciudad que le suscitaba tristes recuerdos, se instala en Nueva York.

 

Allí contribuiría a organizar, junto a un grupo de amigos y jóvenes artistas, la Academia Nacional de las Artes Plásticas, que reunía a pintores, escultores, arquitectos y grabadores. Morse sería elegido presidente del recién fundado organismo, siguiendo en ese cargo hasta 1845.

 

 

La electricidad

 

Su carácter inquieto y su fundamental curiosidad no iban a tardar en distraerle de su actividad artística para abrirle poco después las puertas de la invención científica que le hizo famoso: el telégrafo. Uno de los admiradores de Morse, en Nueva York, era el profesor James Freeman Dana, del Columbia College. Se pasaba largas horas en el estudio del artista, viéndole pintar, charlando de arte y, también, sobre sus nuevos experimentos eléctricos.

 

El pintor, que no había olvidado de todo el interés que para él habían tenido las primeras conferencias sobre la electricidad en Yale. Aún parecía escuchar en sus oídos todas aquellas palabras que decían. Cuando años más tarde se le ocurrió, como por casualidad, la forma práctica de transmitir mensajes a grandes distancias, y en forma instantánea, con la ayuda de la electricidad, Morse se avocó a esta tarea.

 

Se trataba de una idea que había caído en un terreno abonado por muchos. Una idea ya antes meditada que ya se les había ocurrido a mucha gente, pero que fue únicamente él quien halló con rapidez la solución al problema.

 

 

Un nuevo viaje a Europa

 

En 1829, Morse llevó a cabo un nuevo viaje a Europa. Deseaba estudiar los cuadros y las técnicas de los viejos maestros. Pasó algunos meses en Londres, luego de visitar importantes ciudades y centros culturales como París, Roma y Florencia.

 

En todas estas ciudades tomaría valiosas notas, luego de lo cual decidiría regresar a los Estados Unidos. Pero la agradable vida de París le obligó a posponer su regreso. Allí se encontraría con viejos amigos y a entablar una relación más estrecha con el barón Alejandro de Humboldt, que con frecuencia iba al Louvre para verle trabajar.

 

 

Nuevamente el cambio

 

Muchos de estos amigos estaban también interesados en los fenómenos eléctricos. Los últimos descubrimientos en el campo de la electricidad y el magnetismo eran los principales temas que trataban Morse y sus amigos mientras realizaban sus cuadros, bocetos y pinturas, en el Museo de Louvre.

 

Y así siguió. Luego, después de tres años por Europa, Morse se dispuso a regresar a Estados Unidos. Tenía ya cuarenta y un años y se hallaba en el punto culminante de su carrera artística. Había progresado notablemente, su técnica y sus pinturas eran de lo mejor. Estaba decidido a seguir por este rumbo, pero un nuevo acontecimiento cambió su ruta.

 

 

El motivo del cambio

 

Morse había embarcado en un velero. Se encuentra con nueva gente. La conversación gira nuevamente en torno a los fenómenos eléctricos y el magnetismo. Se habla sobre electromagnetismo, los últimos experimentos hechos por Ampère. Uno de los pasajeros, alude a la longitud del alambre en la bobina de un electroimán. Se empieza nuevamente a hablar sobre la posibilidad de transmitir mensajes a través de los alambres.

 

Morse se avoca en seguida a su estudio. Nuestro personaje completa un esquema del aparato que acaba de imaginar y lo muestra a los demás pasajeros. Al terminar el viaje, la idea se halla ya suficientemente madura en la mente del joven inventor y en sus dibujos y esquemas preliminares.

 

 

Los siguientes años

 

Los siguientes doce años que siguieron a aquel viaje, Morse se dedica al perfeccionamiento de su aparato. Invierte tiempo y esfuerzo. Su situación financiera empeora. Al no poder pintar y allegarse fondos, sus ingresos disminuyen hasta el punto de llegar a éstos a desvanecerse.

 

Morse no le importa mucho y continúa. Luego, aunque no poseía los conocimientos técnicos necesarios, fue él mismo quien hubo de proyectar y construir las distintas partes del primer transmisor telegráfico. Lo que más le preocupaba de este sistema era: enviar señales a distancia mediante un circuito eléctrico, era la manera de conseguir que aquellas señales resultaran claramente inteligibles a los que las recibieran; pues de nada serviría enviar un mensaje indescifrable.

 

 

El aparato

 

En teoría, el aparato requería unas pilas (más tarde reemplazadas por baterías) que generaran corriente eléctrica; un circuito cerrado entre dos puntos alejados, compuesto por un alambre de cobre u otro metal transmisor de la corriente eléctrica, y que debía quedar aislado (lo cual se conseguía en la práctica utilizando postes telegráficos de madera, con barras transversales, también de madera, en las que iban aislantes de porcelana, y de cuyos aislantes pendían los hilos telegráficos).

 

Se requería así mismo de un aparato transmisor en el punto de partida y un aparato receptor en el punto de llegada; un sistema de claves para interpretar los mensajes o «golpes transmisores»; y, por supuesto, una persona enviando el mensaje y otra recibiéndolo. Así pues, Morse, guiado por su sentido artístico, quería producir -y lo produjo finalmente- un aparato que transmitiera el mensaje, en forma muy clara, en una especie de caligrafía, casi perfecta. Quería que el mensaje quedara escrito en tinta sobre papel, facilitando así la lectura; aunque ello creaba nuevos problemas técnicos que había que resolver posteriormente.

 

 

El telégrafo

 

En 1836 Morse completó el primer aparato telegráfico. No era, claro está, un aparato perfecto, pero funcionaba. Vendría luego el problema de su comercialización. La demostración de que podían enviarse mensajes a grandes distancias impresionó a muchos hombres de negocio; pero faltaba superar muchos obstáculos de tipo práctico y comercial.

 

Morse solicita al Congreso una patente para su invento. Con los fondos pensaba llevar a cabo un experimento a gran escala a fin de demostrar al país la utilidad de su invento. La Comisión de Comercio, encargada de estudiar el caso, se muestra favorable; pero, finalmente, el Congreso, nada resuelve.

 

Morse viaja a Europa. Su fracaso es total. Lo propone a varios gobiernos; éstos se muestran interesados, pero nada le resuelven. En Francia, en cambio, le resulta relativamente fácil obtener una patente para su telégrafo; pero le espera, también, una desilusión: el gobierno declara que el invento era de utilidad nacional y se apropia de su patente sin compensar a Morse en forma alguna.

 

 

Una buena noticia

 

Después de un año de inútiles y estériles esfuerzos, Morse regresa a Nueva York. Por fin, en 1843, el Congreso aprueba la suma de 33 mil dólares para la construcción de la primera línea telegráfica de continente americano, que iría de Baltimore a Washington. Esta victoria le devolvió la confianza en sí mismo.

 

Seguiría una segunda línea, la de Washington a Nueva Jersey. A partir de este día, el 24 de mayo de 1844 (fecha en que se puso en contacto a estas dos grandes ciudades), y habiéndose mostrado el que era posible enviar mensajes a grandes distancias, el desarrollo de las líneas telegráficas fue rapidísimo.

 

El telégrafo resultó ser el mejor aliado de los hombres de negocio; les permitió organizar mejor sus actividades, enterarse de las últimas noticias, conocer las últimas cotizaciones de la Bolsa, saber acerca de los últimos acontecimientos del país, y poder las fábricas y empresas comunicarse y estar al tanto de oficinas o sucursales alejadas de su territorio.

 

 

El reconocimiento

 

Si bien al final de sus años de vida Morse tuvo que enfrentar nuevos problemas (entre ellos el robo de su patente), nuestro personaje tendría finalmente su reconocimiento. Países como Austria, Bélgica, Francia, Holanda, Rusia, la Santa Sede, Suecia, Italia y Turquía, le asignarían una compensación por el uso de su sistema. Ya antes, Samuel Morse había emprendido una nueva tarea: instalar un cable submarino y comunicar Europa con América.

 

Los últimos años de su vida Morse los pasaría en Nueva York, en su finca campestre, a orillas del Hudson. Seguiría interesado por los descubrimientos científicos, así como por la pintura. Su fortuna le permitiría desarrollar una variada actividad filantrópica.

 

Morse murió el 2 de abril de 1872. Moriría rodeado de su familia y de sus amigos. El telégrafo llevaría ese mismo día la noticia de que su inventor había dejado de existir.

 

 

Artículo aparecido en el periódico “El Porvenir” de Monterrey, México, el 2 de julio de 1990.

 


 

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