Ven a mi mundo

 

   De aquí y allá    

 

 

Viajeros *

 

 

 

 

Federico Ortíz-Moreno, L.Ps.

 

 

GÓMEZ HABÍA SALIDO CON DESTINO a Rosario. Ahí había quedado de verse con algunas personas. Obsesivo como era, salió temprano del hotel donde se hospedaba, pagó la cuenta y caminó para tomar el subte que lo llevaría a la estación de autobuses.

 

Hacía buen día, la gente apenas empezaba a deambular por las calles. De pronto alguien se le acercó. Era una joven que no le pedía plata, sino algo simplemente para desayunar, pues tenía hambre. Se trataba de una chica que, según sus propias palabras, era portadora de VIH. Gómez se preguntaba por qué siempre que salía le tenían que pasar ciertas cosas. El encuentro no duró mucho. El hombre le dijo que no y éste siguió su camino. Minutos más tarde compraba un boleto para dirigirse a la terminal de autobuses. Creyó que iba a tardar más tiempo; pero no, llegó antes de lo previsto.

 

En el trayecto, Gómez dirigía su vista a toda esa gente que de un lado a otro andaba bajo tierra, subiendo a los vagones y luego descendiendo de los mismos. Unas personas en cierta dirección, mientras que otras, en sentido opuesto. Para Gómez esto era parte de la magia de viajar. “Las personas nunca están contentas donde están”, pensó, y se acordó de El Principito.

 

Sólo un cambio de línea tuvo que hacer para llegar a su destino final: la estación Retiro, lugar en el que tomaría el bus que lo llevaría a la ciudad de Rosario. Estando en la estación donde hizo el cambio de dirección, nuevamente pasó por su mente esa idea que siempre le venía estando fuera: ¿A dónde va la gente? ¿Qué hace? ¿En qué trabaja? ¿Cómo es su familia? ¿Cuáles son sus problemas? Las preguntas que le asaltaban, seguían; pero Gómez, ya acostumbrado a ello, continuó su caminar. Dio vuelta por uno de los túneles, dobló a mano derecha, descendió unas escaleras y esperó el convoy, el cual no demoró mucho. Subió a él, y ensimismado en sus pensamientos de pronto vio: “Estación Retiro”.

 

Gómez bajó de inmediato, siguió las flechas indicadoras de salida. Estando arriba, enfiló a la calle, torció a mano izquierda y siguió los señalamientos hasta llegar a la terminal de autobuses. Cinco minutos más tarde, el inquieto viajero entró a la terminal donde cientos de personas cargando o arrastrando sus equipajes, denotaban en sus rostros diversas expresiones.

 

Gómez, con lo provisorio que era, ya tenía comprado su boleto. Faltaban veinte minutos para la hora de salida. Se dirigió a una cafetería, pidió algo de desayunar, vio a una joven empleada y le pidió algo sencillo: una Pepsi y un churro. No era un hombre de complicaciones, aunque para muchos era un tipo complicado por su manera de pensar. 

 

El desayuno le pareció delicioso. Pagó su cuenta y se quedó pensando en la vida de esa chica. Era su costumbre, cuando viajaba, pensar en lo que hacía la gente. Era una forma de pasar el tiempo.

 

De vuelta en la sala de espera, Gómez vio el tablero de llegadas y salidas. Su autobús aún no aparecía señalado. Aprovechó el tiempo que restaba para mirar a su alrededor, hasta que decidió que era hora de ir a los andenes. Así lo hizo. Salió por una de las puertas, preguntó por su autobús y le pidieron que aguardara. Muy pronto la unidad hizo su arribo. Era un autobús de doble piso en que se viajaba muy cómodamente. El viajaría en la parte de abajo, ante la insistencia de una amiga suya que le había aconsejado era mejor ir ahí. En realidad no sabía si era mejor o no, ya que otra amiga le había dicho lo contrario, que era mejor viajar en la parte de arriba. “¡Qué rara es la gente!”, pensó. “Unos piensan una cosa, y otros, piensan lo opuesto. Por eso es mejor que uno tome sus propias decisiones y no hacer tanto caso a los demás”.

 

En esos pensamientos estaba, cuando Gómez vio la unidad acercarse a la plataforma. Entregó su boleto, abordó el autobús y tomó el asiento que le había sido asignado.

 

Al autobús subieron pocas personas, la mayoría de las cuales se dirigieron por la escalerilla a la parte superior del mismo. Gómez, quien hubiera preferido ir ahí, no tuvo ni el más remoto deseo de conocer el segundo piso, donde era obvio tendría una mejor vista durante el viaje. Pero se conformó a sí mismo diciéndose. “Irás más cómodo aquí, en la parte de abajo”.

 

El reloj marcaba las ocho treinta de la mañana exactas. El viajero se reacomodó en su asiento, ajustó el respaldo y se abrochó el cinturón. En seguida, el autobús se puso en marcha. Y de nuevo, ese pensamiento que siempre lo acompañaba en todos sus viajes: “¿Por qué la gente tiene que salir. ¿Por qué nunca se queda en el lugar donde está? Y con este pensamiento, Gómez decidió cambiar de lugar, se colocó en el asiento de atrás, junto a la ventanilla, tomó su libreta y se puso a escribir.

 

 

Buenos Aires, Argentina / Enero 26, 2005.

 

      

Publicado en los Cuadenos de los Talleres de ICA: San Pedro Garza García, México. 

 


 

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