Ven a mi mundo

 

   De aquí y allá    

 

 

El foco fundido *

 

 

 

 

Marco A. Almazán

 

Anoche se nos fundió el foco del comedor.


Al principio no nos resignábamos a aceptarlo, pero cuando lo quitarnos del casquillo y vimos su filamento partido en dos, tuvimos que admitir que se nos había ido para siempre. Mi mujer lloró un poquito y quiso vestirse de medio luto, si bien después decidió que no, ya que lo negro le mancha el cutis (por eso nunca aceptó a un pretendiente que tuvo, originario de Alabama). Los niños mayores no cesaron de preguntar: “Papá, ¿qué le pasó al foco?”, o “Mamá, ¿por qué ya no se enciende el foco del comedor como antes?” A los niños más pequeños les ocultarnos la noticia, pues aún no están en condiciones de comprender lo que es la muerte, sea de focos o de abuelitos.

Este foco del comedor era el más joven de la casa. Apenas hacía dos meses que lo habíamos encargado —no de París, sino del supermercado-—, de modo que aún era una criatura de foco, casi un niño de foco. Por eso todos sentíamos tanto cariño y ternura por él. Nuestros chicos lo querían corno a un hermanito.
 

¿Cuándo le llega su hora a un foco? Pasa como con las personas: nadie lo puede saber exactamente. Hay focos que llegan hasta los ochenta y tantos años, llenos de achaques, es verdad, pero llegan; en tanto que hay otros que mueren a los pocos días de nacidos.

En casa de mis padres tenían un foco centenario que daba mucha lata y no dejaba dormir por las noches con sus continuos carraspeos y sus repentinos encendimientos a deshoras, pero que tenía el mérito de haber sido colocado allí por don Guadalupe Victoria, el primer presidente de la República. El mérito consistía principalmente en que en aquella época aún no se había descubierto la electricidad, o sea que nadie se explica cómo funcionaba.

Por otra parte, hay focos que nacen muertos y otros no resisten el primer choque violento de la corriente. Con un débil fogonazo abandonan este mundo en el momento de entrar en él. Ni siquiera tienen oportunidad de recibir el bautizo de la primera pinta de mosca. Son foquitos inocentes, que vuelan al limbo de la Westinghouse.

En casa —que es la de ustedes— los focos tienen un término medio de vida de cinco años, siempre y cuando no estén al alcance de los niños ni de las criadas. El foco más veterano es el de la cocina, al que calculamos una edad provecta de quince años, pues lo compré en Madrid cuando vivía yo en aquella entonces agradable ciudad. Ahora es una olla de grillos, como la capital mexicana, aunque no tanto. El foco en cuestión, por lo tanto, es un foco español; y como tal, se niega terminantemente a que lo llamemos foco. Es una bombilla, coño.

 

Cuando decimos: “Prende el foco de la cocina”, se niega a funcionar. Pero si decimos: “Enciende la bombilla”, entonces se ilumina del todo y se contonea muy salerosamente. Además, la dicha bombilla tiene mucho de mujer, y de mujer española: es caprichosa, impulsiva, ardiente, celosa (de las luces del pasillo), redondita, se pasa la vida en la cocina y hasta huele a ajo. A veces me parece que tararea pasodobles y trozos de zarzuelas. Y cuando hay apagones, suelta tacos muy castizos y expresivos, terminados en oños, agos, eches y etas.

En mi despacho tengo un foco algo pachucho. No es tan viejo como doña Bombilla, pero está enfermo. Enfermo por agotamiento, pues en muchas ocasiones lo he tenido encendido hasta las tantas de la madrugada, por estar leyendo o escribiendo, y en otras se me ha olvidado apagarlo en toda la noche por haberme quedado dormido en el sillón de mi despacho o por haber llegado algo trompa. Este foco produce ahora una luz amarillenta, débil, a veces intermitente, pues padece anemia. Sin embargo, no he querido sustituirlo, porque sé que el día que lo cambie de casquillo, se muere. Además del enorme efecto que le tengo.

De cuando en cuando se produce una epidemia de focos y se van muriendo uno tras otro en breve plazo. Es porque los cables han caído en algún charco de aguas negras, o rozado un nido de ratas, o a un animal muerto, y entonces la electricidad se contamina. En estos casos inmediatamente quitamos los fusibles y no volvemos a encender un foco hasta que ha pasado todo el peligro. De esta manera tenemos unos focos sanotes y rozagantes, a tal grado que a veces nos los pide prestados la Comisión Federal de Electricidad para usarlos en sus anuncios. Si bien, lamentablemente, nunca nos agradece nada.

Por todas las razones antes expuestas nos causó tanta pena que se haya fundido el foco del comedor. Hay algunos focos que avisan con relampagueos y estertores que les ha llegado su última hora, pero éste se murió de repente, creo que de un infarto del filamento. Sólo tuvo un segundo de brillo, un segundo de gloria, un segundo de esplendor inusitado, que lo hizo parecer bujía de ciento veinte vatios, siendo que solamente era de modestos sesenta. Después hizo “prrrt”, y se apagó. Se apagó para siempre. Se marchó a la oscuridad absoluta, a la región de las tinieblas eternas, pues digan lo que digan los teólogos y los electricistas, aún no se ha descubierto el foco que dé luz perpetuamente, el foco imperecedero, el foco inmortal.

En fin, el foco que no se funda.

 

Fuente: Marco A. Almazán, escritor y diplomático mexicano 1922 - 1991. Humorista de sátira fina y aguda.

     Columnista del periódico “Excélsior”, de la Ciudad de México y de “El Porvenir” de la ciudad de Monterrey, N.L.

     Tomado del libro “Pitos y Flautas”.

 

 


 

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