Ven a mi mundo

 

   De aquí y allá    

 

 

Invención de los cerillos *

 

 

 

 

Marco A. Almazán

 

Era el amanecer de un día del amanecer de la Historia. Los gallos paleolíticos aún no cantaban, pues estaban entumidos de frío. Hacía un frío de pastorela, si bien en aquella lejana época las "pastorelas" eran totalmente desconocidas.

 

Un hombre peludo, de caminar encorvado y con cara de chofer de camión, se atrevió a acercarse a las ramas de un árbol caído, las cuales ramas aún ardían a consecuencia del rayo que lo había incendiado durante la tormenta de la noche anterior; el hombre peludo, que era bastante bestia, pretendió asir las lenguas de fuego, rojas y danzantes, que brotaban de las ramas.

 

El hombre peludo dio un grito e instintivamente se chupó un dedo. Varios dedos. A sus voces se congregaron los demás miembros de la tribu, quienes al advertir el sabroso calorcillo y la luz que irradiaba el tronco, ahora todo en llamas, decidieron arrastrarlo al rincón más profundo de la caverna que todos habitaban en condominio, guiándolo a prudente distancia con largos palos que -¡oh portentoso misterio!- también se encendían de inmediato.

 

— ¡Luz y Sonido! —digo— ¡Luz y Calor en la cueva! —gritó y palmoteó entusiastamente el más progresista del grupo.

 

Todos los hombres peludos y las mujeres igualmente peludas congregados en la caverna se postraron en el suelo y adoraron al tronco convertido en fuego. Y entonces uno de los trogloditas, que curiosamente tenía cara de chino, de inmediato pensó en la posibilidad de elaborar pequeñísimos troncos o ramitas que, mediante algún procedimiento pudieran caber en una cajita y que de súbito pudieran encenderse para proporcionar esa maravilla generadora de luz y bienestar, a la que inclusive podría llamarse "fuego". Naturalmente que él no pensó en la palabra completa, sino en el monosílabo chino "fu", ya que aquellos cavernícolas sólo pensaban y gruñían en monosílabos; además, desde los albores de la Historia el dicho monosílabo "fu" les ha venido y salido con mucha naturalidad a los hombres con cara y cerebro de chino.

 

 

Sin embargo, todavía tardaron muchos siglos en aprender a producir y elaborar debidamente el fuego. Mucho tardaron en originar el maravilloso elemento mediante el rudimentario pero ingenioso sistema de frotar dos palitos (ya que aún no había- "boy scouts", ni siquiera en China). También demoraron mucho en descubrir (y esto por accidente, al caerse un niño en la lumbre), que la carne cruda puesta sobre las brasas despedía un olorcillo muy agradable, adquiriendo además un exquisito sabor, especialmente si se le aderezaba con una pizca de sal, otra de pimienta y unos dientes de ajo al gusto. Algunos cavernícolas güeros y pecosos, que andando el tiempo originarían a esa curiosa especie que ahora son los norteamericanos y que en ciertos aspectos continúan siendo cavernícolas, empezaron a rociar abundantemente grandes trozos de carne asada con una salsa dulzona de tomate llamada "Catsup".

 

Con el transcurso de los siglos, el fuego o "fu" perdió su categoría mágica y quedó convertido simplemente en uno de los cuatro elementos básicos de la Naturaleza. Pero después, además de seguir siendo manantial de luz y calor, se transformó en arma destructora, en guía de navegantes (los faros), en símbolo del infierno, en sinónimo del deseo sexual, en orden para fusilar a un prójimo, en síntoma de inflamación exterior, en nombre de una isla helada en el extremo sur del Continente Americano, en entretenimiento predilecto de la Inquisición, en fuente de trabajo para los bomberos, en algo con lo cual los niños no deben jugar, en obsesión de los pirómanos, y hasta en pequeña llaga en el interior de la boca, producida por exceso de lubricidad o por abuso de condimentos y picantes. Los hombres, no obstante, todavía tardaron siglos en aplicar la idea originalmente concebida por aquel troglodita con cara de chino, en el sentido de fabricar pequeños fragmentos de madera que pudieran caber en una cajita y que pudieran encenderse por sí solos para producir fuego a voluntad.

 

Pero la idea continuó bullendo en la imaginación de los hombres, especialmente de aquellos que estaban encargados de originar el ígneo elemento mediante el tedioso y cansado frotamiento de dos palos, o el no menos aburrido, pesado y frustrante sistema de encender un trozo de yesca a base de eslabón y pedernal. Fue así como el descubrimiento del fósforo por Robert Boyle en 1680 propició el ensayo que con el tiempo hizo posibles los primeros intentos para manufacturar cerillos tal como los conocemos el día de hoy. (Sin embargo, conviene advertir que tanto el elemento fósforo como los cerillos ya habían sido descubierto uno e inventados los otros por los chinos muchos siglos atrás).

 

El ayudante de Boyle, un tal Godfrey Haukewitz estuvo a punto de encontrar la solución al emplear astillas de madera impregnadas de azufre, las cuales, gracias a la cualidad combustible del fósforo y a la fricción, producían una pequeña llama; igual que las llamas adultas de los Andes; pero este artificio no logró éxito, ya que salía muy caro, originaba mal olor y sobre todo resultaba bastante peligroso. El propio Haukewitz ardió como tea cuando se le fue la mano con el fósforo en uno de los experimentos, aunque su patrón Mr. Boyle siempre sospechó que la combustión de su ayudante se debió en gran parte al aguardiente ingerido la noche anterior por el infortunado Godfrey, que acostumbraba mamarse con toda asiduidad.

 

A principios del siglo XIX se empezaron a utilizar astillas empapadas en una mezcla de azufre, clorato de potasa, azúcar y chile habanero de Yucatán. Este infernal y explosivo batidillo fue utilizado por un cierto capitán Manby, en Inglaterra, para encender cohetes portadores de salvavidas. Lo único malo era que encendía los cohetes, pero también los salvavidas. Hacia 1830 un químico llamado Jones, establecido en el "Strand" de Londres, ideó los "cerillos de Prometeo", consistentes en un trozo de papel enrollado que tenía en uno de sus extremos una porción del fulminante menjurje antes descrito, junto con una pequeña ampolla herméticamente cerrada, que contenía una pequeñísima cantidad de ácido sulfúrico concentrado.

 

Al romper la ampolla con unas tenacillas que se vendían para tal fin, el ácido entraba en contacto con la mezcla, provocaba la combustión y encendía el papel enrollado. El procedimiento era muy eficaz y sobre todo muy vistoso: cada vez que alguien iba a encender un "cerillo de Prometeo", invitaba a sus familiares, amigos y vecinos para presenciar el acto, que era todo un espectáculo. No faltó quien inclusive lo exhibiera ante turistas extranjeros, cobrando un chelín y seis peniques por piocha, ya que los dichosos cerillos daban lumbre, pero salía como lumbre, tomando en consideración que el costo del papel enrollado, el azufre, el clorato de potasa, el azúcar, el chile habanero, la ampolla, el ácido sulfúrico y las tenacillas equivalía poco más o menos a lo que ahora cuesta medio kilo de uranio. Sin contar los impuestos que causaba como artículo de lujo.

 

En 1827 aparecieron, también en Inglaterra, los primeros cerillos llamados "de rascador", ideados por John Walker (padre del Johnny Walker que prefirió alumbrarse con el exquisito whiskey que lleva su ilustre nombre), Mr. Walker padre, era vecino de Stockton-on-Tees. Sus artificios, también llamados "lucíferos", igualmente habían sido inventados por los chinos desde hacía más de dos mil años; estos fosforitos tenían una capa de sulfuro de antimonio y cloruro potásico, formando una pasta un poco repugnante que se pegaba con cola.

 

Con cola como la que usan los carpinteros, no vayan ustedes a pensar que con el bebedizo del mismo nombre que anuncian a todas horas por radio y televisión… Los dichos pequeños artificios se encendían al hacerlos pasar entre dos superficies de papel de lija, o bien raspándolos en las suelas de los zapatos. Algunos artistas del Lejano Oeste los raspaban en el postifaz de sus propios pantalones, logrando a veces que se encendieran los “lucíferos” y también los pantalones. Después se sustituyó el antimonio por el fósforo, para abaratar el producto, naciendo así los llamados "congreves", que en chino se denominaban desde hacía siglos "fu-fos-faos".

 

Los llamados “cerillos de seguridad”, fabricados a base de fósforo amorfo -menos peHgroso-- aparecieron en Suecia en 1852 y se utilizaron en el mundo entero durante más de un siglo; sustituyeron a otros inventos singulares, como la “jeringuilla de ignición”, que encendía una mecha gracias al calor producido por la compresión del aire; el “fuego instantáneo de Volta”, que utilizaba electricidad e hidrógeno, fue causante de más incendios instantáneos que Nerón y las posteriores explosiones de depósitos de gas; igualmente se utilizó la llamada “lámpara de hidrógeno de Debereiner”, que también dio mucho quehacer al benemérito cuerpo de bomberos.
 

Esta es, pues, la real y verdadera historia de cómo se inventaron los cerillos; desde el primer chispazo que tuvo hace miles y miles de años aquel incógnito hombre peludo con cara de chino, hasta las carteritas de cerillos de seguridad que hasta hace poco regalaban en hoteles y restaurantes o con la compra de una cajetilla de cigarros. Largo y complicado proceso, lleno de fallas y accidentes, pero también de heroicos y notables triunfos, que al fin y al cabo valieron sorbete cuando salieron al mercado los encendedores automáticos; inventados, claro está, siglos atrás por los chinos y manufacturados en masa por los japoneses, sus eternos y serviles imitadores.

 

 

 

Música de fondo: “Light my fire”, tema del grupo de rock norteamericano The Doors.

 

 

Fuente: Marco A. Almazán, escritor y diplomático mexicano 1922 - 1991. Humorista de sátira fina y aguda.

     Columnista del periódico “Excélsior”, de la Ciudad de México y de “El Porvenir” de la ciudad de Monterrey, N.L.

     Tomado del libro “Real y verdadera historia de los inventos”.

 

 


 

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